domingo, 12 de junio de 2016

CARTA DE NAGASAKI


CARTA DE NAGASAKI

Nagasaki, 1945
Por Takashi Nagai

Tomado de Antología de El Correo. 40º aniversario de la Unesco. 1986.

Tomado de
http://www.nippon.com/es/features/c02301/

INMEDIATAMENTE después de la explosión de la bomba, los que aun podían moverse formaron dos grupos: el de los que se quedaron allí donde los había sorprendido la deflagración y el de los emprendieron al punto la huida.

Quienes se quedaron, bien fuera para acudir en socorro de los amigos heridos o para tratar de salvar su piso, su oficina o su fábrica, se vieron rápidamente rodeados por las llamas y perecieron junto con aquellos a quienes querían salvar.

Al aproximarse las llamas, nosotros nos refugiamos en la colina que se eleva cerca de nuestro hospital, y así fue como, por milagro, mis vecinos y yo pudimos escapar de la muerte…

Al huir hacia la colina, era como si nos abriéramos camino a través de una jungla incandescente. Altísimas llamas silbaban en torno nuestro: se elevaban por encima de nuestras cabezas, oscilaban y cambiaban de dirección con el viento, haciendo que una lluvia de chispas cayera sobre nosotros.

Acá y acullá encontrábamos estudiantes y enfermeras caídos. Los recogíamos y los trasladábamos un poco más arriba, donde el fuego no podía ya alcanzarlos.

Yo estaba herido en la sien derecha y perdía mucha sangre. Al final no pude más y me derrumbé. Durante unos instantes perdí el conocimiento. Cuando volví en mí, me vi tumbado en la hierba. El profesor Shirade, de la sección de cirugía, me curó la herida y la cosió lo mejor que pudo. Cuando volví en mí, me vi tumbado en la hierba, bajo el agitado torbellino de la nube atómica. La herida me dolía horriblemente; tuve que apretar los dientes para poder soportarlo. Pensé luego en mi mujer y me dije que, de estar aún con vida, se me habría unido.

Al día siguiente, desde la colina situada detrás de la clínica pude ver las ruinas de mi casa. De Urakami sólo quedaba un montón de cenizas blancas. Bajo la clara luz de la mañana no se percibía el menor movimiento.

Para nosotros la bomba atómica fue algo perfectamente imprevisible. En el momento de la explosión me encontraba en la sala del radio. En ese preciso instante tuve la clarísima impresión de que no sólo el presente se volatilizaba sino también de que el pasado quedaba abolido para siempre y el futuro totalmente destruido.

Mi querida facultad, con todos sus estudiantes por los que yo sentía tan vivo afecto, desapareció en medio de las llamas, ante mis ojos, en pocos segundos.

Mi mujer no era más que un montoncito de huesos carbonizados que fui recogiendo uno a uno entre las ruinas de la casa. Todos juntos no pesaban más que un simple paquete postal. La muerte le sobrevino en la cocina.

En lo que a mí respecta, a la larga enfermedad que me produjeron mis investigaciones sobre los rayos X se ha añadido ahora la enfermedad atómica en su forma más aguda, lo que, unido a mi herida en el costado derecho, me ha dejado reducido al estado de inválido.

Sólo pensar en el número considerable de personas afectadas por la enfermedad atómica, en los síntomas sobremanera variados del mal y en los fallecimientos que se sucedían unos tras otros era para mí una auténtica tortura; buena parte de mi tiempo lo pasaba trazando planes para poner remedio a tan terribles males.

Nunca antes había sentido tan dolorosamente mi vocación de hombre de ciencia. Apoyándome en un bastón, con el cuerpo cubierto de heridas que entorpecían mis movimientos, me puse, a costa de grandes esfuerzos, a escalar montañas y a atravesar ríos durante dos meses, para visitar a mis pacientes. Al final tuve yo también un violento ataque de la enfermedad atómica y hube de renunciar a toda actividad profesional.

Ahora tengo ya que pedir a los demás que me pasen una a una las hojas de este manuscrito. Ni siquiera me quedan fuerzas para examinar algo al microscopio. Es una suerte que el objeto de mis investigaciones lo lleve en mi propio cuerpo.

El mundo entero sufrió un gran choque cuando en Hiroshima y Nagasaki estallaron las primeras bombas atómicas.

Creo incluso que para quienes sólo de oídas conocieron el bombardeo el choque fue aún más violento que para los que nos vimos directamente expuestos a sus consecuencias.

De golpe, sin estar ni mucho menos preparados para ello, la gente se enteraba de que era posible reducir a cenizas en un abrir y cerrar de ojos una gran ciudad. Tal perspectiva tenía que suscitar en todos un gran espanto.

Si en el futuro semejante arma se utilizara en gran escala, la raza humana y la civilización se verían condenadas a desaparecer.

Por otro lado, los que habíamos sufrido directamente el bombardeo no teníamos la más ligera idea de qué podía ser una bomba atómica. Tampoco yo había pensado un solo instante que esa bomba representara algo tan insólito y terrible, y ello a pesar de que hube de sufrir la tremenda explosión bajo el hongo atómico.

Para mí se trataba de una superbomba o de algo por el estilo. Sólo cuando el hongo se hubo ensanchado para finalmente disiparse, dejando pasar de nuevo la luz, y cuando la claridad fue suficiente para poder ver algo, me dije mientras miraba en torno mío: «Es el fin del mundo».


El mundo entero gritó: «La bomba atómica no debe utilizarse nunca más.» Y, sin embargo, me entero de que a la bomba no se la considera tan terrible ni tan inutilizable: «A una ciudad no se la destruye nunca completamente… Siempre hay supervivientes… Con el tiempo la radioactividad desaparece… Se trata sólo de un arma nueva más eficaz que las utilizadas hasta ahora.» Más eficaz… ¿Qué saben quiénes así hablan?

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