domingo, 3 de mayo de 2015

LOS OJOS QUE QUERÍAN SER MARIPOSAS

 Por Juan Sebastián Higuera Corredor

Para mi abuela y mi mamá


“Los poetas son personas que han
conservado sus ojos de niño.”

León Daudet

“Una madre es una bahía
en el naufragio.”

José Lezama Lima


Cuando contaba  tan sólo con doce años de edad, sintió por primera vez ese abrazo desgarrador de la tristeza. María Helena, mi mamá, por mucho que le hablaras, jamás se tomaría la molestia de dejarte conversar sólo. Camina siempre hacia adelante, con un gesto melancólico en su rostro; ese mismo que le arrebató  la sonrisa de niña. Para mi mamá, recordar aquellos momentos dónde comenzaba a vivir cómo una persona adulta, era un acto reflexivo; se trata de una forma refinada en sus actos, a veces bastante complicados; en pocas palabras, pienso que todo esto que le ocurrió a mi mamá de niña, es quizá la causa que le haría olvidar por completo, esa  anhelante ambición de sentir de frente la gratificante ausencia de la felicidad.

Mi mamá es una mujer de aproximadamente unos ciento cuarenta centímetros de estatura. Su cabello es liso y de color negro; su cara es redonda, de cejas pobladas, bien definidas; sus ojos son chiquitos de color café; nariz pequeña, tiene una boca grande, muy sofisticada. Su color de piel es claro, y  su peso es más o menos de sesenta y cinco kilogramos. Mi mamá a primera vista da el aspecto de ser de mal genio,  pero al conocerla más a fondo se darán cuenta de que es muy tranquila; su ternura desaparece casi todo el tiempo, cuando tiene que llorar lo hace sin prejuicios. Mi mamá es algo  sobreprotectora conmigo. Es muy directa, dice las cosas como son; no las adorna sin importar los sentimientos. Nunca ha utilizado la violencia para corregirme, pero lo mejor es que  ella piensa muy bien las cosas para no tener que arrepentirse más adelante. Mi mamá es una manzana que se deshace en la boca; sus cosquillas me despojan varias lágrimas; con su aspecto taciturno, pienso que mi mamá es la mujer más alegre del mundo.

La vida de mi mamá no pudo llegar a ser perfecta, pero siempre trata de olvidarlo. Ella expresa sus designios siempre de una manera melancólica, posiblemente porque a ella se le borró por completo el significado de la felicidad. Luego de un tiempo,  mientras mi mamá  arrebata con el cuchillo su porción de carne para azar, comenzamos a platicar de una manera no tan apagada como antes,  pero sí con unos límites de seriedad impresionantes. Con la suavidad con la que corta ese tramo de filete, se nota  que en ese momento piensa en algo distinto que no fueran problemas.

En estos momentos son las tres de la tarde;  los sábados son los días más sosegados para mi mamá. Le pregunto por uno de sus cumpleaños, pero en el momento en el que le hago la pregunta, mi mamá enjuaga sus manos en el lavaplatos y dirige toda su atención en la puerta de la cocina; exactamente donde yo me encontraba, pero veo que no sabe por dónde empezar. No obstante, decide no referirse al tema, porque para ella ninguno de sus cumpleaños fue agradable.

Ninguno de esos episodios tan nostálgicos  se reanudaron de nuevo  hasta el día del cumpleaños de mi hermano menor. Mientras mi mamá veía la vela con fervor y producía una sonrisa casi  real, pensaba en esos bellos momentos donde recibía aquellos humildes regalos. Una muñeca de trapo llamada Sofía, un rompecabezas y un saco de algodón de color azul, fueron algunos de los  obsequios que recibió cuando apenas acababa de cumplir los siete años. Mi mamá describe a Sofía como su hermana mayor; conversaba con ella casi todo el tiempo, incluso, se tomaron la molestia de componer una melodía que simbolizaría su unión;  un sonido que mi mamá siempre entona con los ojos;  pero mayormente con el corazón.

Cuando nos encontrábamos en la azotea de la casa, mis hermanos menores alimentaban sus gritos por medio de sus juegos y pasatiempos; era el momento perfecto para conversar con ella; es cuando se me ocurre preguntarle sobre su nacimiento; ella se impresionó mucho, a pesar de ser azotada por su pasado; admiro esa fortaleza que mi mamá posee para ignorar estos sucesos.

El 27 de julio de 1971, mi mamá  nació bajo la ausencia de mi abuelo; este hecho produjo cierto odio por el cariño que le debía tener; por ello, en ciertas noches, me tomo la molestia de pensar en aquella parte, esa que exalta de una manera muy poética los valores más prodigiosos de mi mamá; sólo sentía que ella era un poco mayor que mi abuelo, supongo que cuando hablo con ella, se ve más enriquecida de memoria que él. Yo siempre presumía los valores de mi mamá cuando me encontraba con mis primos y mis amigos; les explicaba que “ella no necesitó nacer niña, por eso desde siempre ha sido tan grande”; yo pienso que nunca le faltó su niñez para ser feliz, porque ella es aún una pequeña niña desviada en el tiempo; castigada por los caprichos del destino.

Quizás sea la hora de hablar de mi abuela,  María Ricarda Higuera; es una mujer de metáforas; aquella dama que sigue perdida en el mundo;  quizás  porque el alcohol se concentró en lo más profundo de su vientre, desperdiciando así gran parte de su vida en el licor y en el bullicio. De pronto, saca del bolsillo de su abrigo una caja de cigarros, mientras observa por la ventana de su habitación la humilde travesía de los autos; retira uno de ellos y empieza a fumar  tan tranquilamente, conversando con el humo que sale tan deprisa como si los problemas no le arrebatasen su existencia.

Discutir  de su  pantalón adormecido, es platicar sobre ese pasar de los años excesivamente descuidados por causa de las pésimas relaciones familiares;  tampoco debemos hablar de sus sandalias, que definitivamente no serían capaces de resistir tanta angustia,  ni mucho menos de sus ojos, que se notaban desesperadamente demasiado afligidos. Sus ciento setenta centímetros de estatura parecían casi interminables como sus setenta y cinco años de edad. La ironía, su cualidad más exorbitante, hacen de ella una mujer desmedida; está repleta de tanta grandeza que la hace ver muy admirable para todos los miembros de mi familia, en especial para mí.  Mi abuela es una mujer muy simpática, servicial, es elegante y humilde. Ella no es más alta que yo; pero aún así pienso que me falta bastante para poder alcanzarla. Su cabello es corto,  lacio y de color castaño. Sus ojos son de color negro, brillantes y pequeños. Su boca es fina, cómo un durazno, y su rostro es  ovalado; casi cómo las estrellas.

A mí  personalmente me gusta conversar con mi abuela porque siempre tiene algo bueno qué decir; algunas veces nos contamos nuestros secretos… y otras, se toma la molestia de regañarme; para mí  es la persona más amable de todas así su pasado la delate tanto.

El tiempo se apresura; mientras mi abuela permanecía allí y culmina algunas de sus labores, le pregunto detalles de su hogar; cuando mi mamá aún era una niña.  El campo donde ellas vivían era una despensa silvestre; estaba ubicada en la vereda “Los Rosales”, localizada en la avenida que conduce hasta la ciudad de Bucaramanga. En el lugar se hallaban  todo tipo de flores; las orquídeas eran las que más brotaban en todo el lugar, incluso, son las preferidas de mi mamá; su cofre abarcaba más de treinta tipos distintos; jazmines, rosas y azucenas hacían parte de esta gran colección. También había dos manantiales, por cierto, verdaderas moradas para las aves. Además, centenares de árboles majestuosos con troncos colosalmente bien pulidos,  eran los que más se notaban por todo el lugar. Seguramente no había cuidado más delicado que el que mi mamá le otorgaba a su hogar. Transcurren ahora varios minutos; mi abuela se alza de su mecedora, y se dirige hacia el pasillo dónde me encontraba. Su voz cada vez se extingue más cuando se aproxima. Luego de que se recoge el cabello con la mano derecha; mi abuela me recita uno de sus proverbios; pero éste es un poco más extravagante:

― ¿Te acuerdas que una vez, yo dije que cuando la pobreza entra por la puerta, el amor se escapa por la ventana?
― Sí.  
― La verdad, pienso que eso era lo que habría de esperarse.

Tal vez mi abuela dijo esto porque está muy desilusionada con los problemas económicos que la rodean;  el consumo es el principal factor  para que el desempleo, el hambre y la necesidad existan. A paso lento continuábamos con la conversación; siempre supe qué mi abuela dijo eso porque lo que me respondió lo aclara todo:

― ¿Por qué lo dices abuela?
― Es esta “pobreza” la que consumió mis más anhelados sueños.

Al fondo del comedor se oían los gritos inagotables de Esteban, mi hermano menor; y más al fondo los de mi abuelo. Apenas llega en su coche, (uno de esos mercedes de clase GIK), lo percibí  al instante, porque oí el sonido de su bocina; por cierto, qué ruidos que producía esa cosa. Mi abuela y yo aún seguimos discutiendo, y para asombro nuestro, observamos su figura en la entrada de atrás. Cuando sobrepasa la puerta, se hace sentir el estruendo de su personalidad: la de viejo cascarrabias; un hombre con la felicidad muerta. La verdad no tengo idea de por qué él regresó de un humor mucho peor al de todos; supongo que mi abuela ya no siente la misma angustia de antes; desde ese instante; su rostro habla por ella. En ese momento, mi abuelo empieza a lanzar un montón de gritos que parecían ladridos de perros frenéticos. A mi abuela se le extingue esa sonrisa que desde toda la mañana parecía interminable; entonces mi abuela se retira del lugar, y se dirige a su habitación a descansar; posiblemente porque ya está bastante sofocada de vivir en esa miseria desagradable.




Cuando terminamos todos de almorzar, me dirigí a la cocina junto a mi mamá; quería preguntarle muchas más cosas:

-¿Mamá, cómo fue tu primer encuentro con el amor?

De pronto, sus ojos comienzan a tomar un color deprimido, desde ese entonces comprendí que fue el amor el que la destrozó por completo. Con cierta duda que le quedó después de oír mi pregunta, responde:

-Fue algo bastante inaudito, como lo acostumbraba hacer; “siempre me disponía a  realizar las actividades de la finca, y siempre “topaba” con la casa de un vecino, compañero de la escuela”. Me aclara una experiencia muy grotesca, un noviazgo que perduró un largo tiempo, un amor entorpecido, que sólo ellos dos podían dominar. Mi mamá admite que muchas personas le hicieron sentir un sentimiento enfermizo. Para ilustrar su comentario, me cuenta que en varias ocasiones tuvo que escaparse de casa en las noches, para “toparse” con ese tipo, utilizando una señal para encontrase en un lugar que ella describe como libertino pero aun así soberbio.

Supongo ―y se lo digo a mi mamá ― que la fidelidad que muchos le atribuyen a las personas no es más que mero sometimiento; una gran pérdida de tiempo. Si las personas fueran capaces de llevarle la contraria a mi mamá, por mi parte serían liquidadas en el acto. Pienso que posiblemente no tendrían derecho a ningún privilegio, y en este caso, al cariño de mi mamá.

― Sí, claro, demasiada pérdida de tiempo―dice― un poco aturdida.

Entonces mi abuela se asoma por la puerta de la habitación dónde permanecíamos mi mamá y yo. Desde un principio sospechamos que alguien se encontraba afuera del lugar; no nos sorprendía para nada que fuera mi abuela la que se encontraba allí.

― ¿Sabes realmente que es la felicidad?― me pregunta mi abuela con una sonrisa.


 Oyendo la disertación de mi abuela; me pregunto ¿cuál es el verdadero significado de la felicidad? La vida pierde sentido cuando nos disponemos a reflexionar en los últimos momentos de vida. Sin sus metáforas; mi abuela no tendría el don de cambiar al mundo. Pero al final terminé de entender que mi mamá, una mujer completa  hasta el último aliento, sería un grandioso ejemplo para dar a conocer que sencillamente los límites jamás han existido; que son simplemente meros estados de ánimo. 

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